Una macro explosión en el cielo. Deshechos por la fricción, caen trocitos de cromo, níquel y acero inoxidable sobre el Golfo de México. No es una tormenta de polvo, es Starship 4, la última nave espacial desarrollada por Space X para vuelos de ida y vuelta a la Luna y a Marte. Ha explotado en la mañana del pasado 20 de abril, 4 minutos después de su lanzamiento.
La nueva carrera espacial hace tiempo que ya no es una especulación lejana. Desde que la administración de Bush abrió licitaciones públicas en 2004 para el transporte aeroespacial de sus sondas y satélites, el espacio es ahora un lugar practicable, también, para las grandes tecnológicas. La NASA hace uso de infraestructuras aeroespaciales privadas para abastecer a sus astronautas de la Estación Espacial Internacional, Tesla lanza uno de sus descapotables eléctricos a órbita media como campaña promocional de la compañía y los vuelos turísticos suborbitales son ya una realidad que Blue Origin — la agencia espacial de Jeff Bezos— ofrece a cualquier civil en posesión de doscientos cincuenta mil dólares. Los proyectos de terraformación, minería espacial y colonización marciana, se han convertido en algunas de las soluciones que la industria plantea ante la escasez de recursos en la corteza terrestre o un posible evento de extinción en la Tierra.
El MIT, Forbes, o The Time lo han llamado New Space Economy, el término en business casual style que ahora da nombre a esta nueva forma de poscolonialismo espacial y capitalismo multiplanetario. Este impulso colonial heredado de la carrera espacial del 57, ya no utiliza las tensiones post bélicas como argumentario para su expansión despreocupada en los ecosistemas de la exterioridad, sino algo mucho más peligroso para el contexto contemporáneo; el colapso climático. La sensación de estar asistiendo al fin del mundo a cámara lenta, los augurios catastrofistas ante una posible demodistopía, la hecatombe medioambiental, y, en definitiva, la inducción del miedo en el relato climático, sirven de justificación perfecta para concebir Marte como el planeta B hacia el que preparar una huida.
Este entendimiento del espacio foráneo como un lugar en blanco sobre el que poder extraer beneficio financiero a los ritmos acelerados del tecnocapitalismo, no sólo revive las lógicas de dominio colonial que occidente desplegó sobre el continente americano, el territorio africano y oriente medio, sino que, desatiende la posibilidad de una relación cuidadosa con las formas de vida que puedan existir en otras superficies planetaria.
Ejercer una alternativa en el universo se nos hace indispensable ante este contexto, sin embargo, no es un lugar tan accesible como los que ofrece la geografía terrestre. La posibilidad de ocupar o habitar el espacio exterior desde otras posturas, deviene, tanto por lo costoso de los medios e infraestructuras, como por lo delicado de su acceso, un ejercicio de democratización tecnológica y organización social —de momento— no lo suficientemente desarrollado. Es por ello, que cualquier proyección de imaginario sobre alternativas a la exploración espacial imperante otorga a la creación artística una agencia democratizante indispensable para el futuro espacial.
En este taller abordaremos las cuestiones que tienen que ver con la carrera en su sentido más estricto. Hablaremos de este renacimiento competitivo. Pensaremos sobre los ritmos a los que estamos ocupando la galaxia para ejercer una crítica a esta velocidad turbocapitalista que deja poco espacio para pensar las éticas bajo las que actuamos en el universo. Las últimas sondas y lanzaderas espaciales son capaces de desplazarse a velocidades de hasta 700.000 km/h. Todas ellas utilizan motores de reacción o propulsión. Se tomará como núcleo de acción del taller la fuerza propulsiva de estos motores y pensaremos, entre todos, elementos de anti-propulsión ante este mecanismo de celeridad. Diseñaremos y fabricaremos dispositivos para disipar la carga cenital que hace posible la propulsión y el desplazamiento acelerado.